Prólogo de «Las danzas privadas»

Nunca tuve la dicha de ver a Jorge Holguín Uribe danzando, ni siquiera lo conocí personalmente; su existencia me llegó por azar una noche a través de Ómar Orozco Jiménez, director de la revista Vía Pública, quien me extendió un surtido de publicaciones del desconocido, recibidas de la pintora Martha Elena Vélez, afectuosamente inquieta por dar a conocer la faceta literaria del artista. Eran ejemplares pequeños, de corto tiraje, que circulaban casi clandestinamente y, entre ellos, se encontraba la curiosa edición de Danzas Privadas. De aquello hace más de veinte años y todavía tengo en el cuerpo el hechizo de su lectura. Abrevador frecuente en las aguas del Oulipo con sus atrevidos experimentos de literatura potencial, el manual de danzas de Jorge Holguín Uribe me pareció –y cada día más– una escritura de ingenio sin antecedentes en la literatura nacional. Daba regocijo pasar los ojos por sus páginas que provocaban fascinación por practicarlo, pues más allá de constituirse en pieza literaria y guión coreográfico, bien podía asumirse en la dimensión de un manual de educación estética. 
La lúdica se trenzaba con las matemáticas en el camino de la danza libre, pero trascendía a una especie de metodología para mantener cuerpo y mente en una continua disposición de arte, en la línea fronteriza entre lo cotidiano y el instante creativo, proponiendo que la estética no sea un ropaje ocasional. Convoca el ritual, esencia de la teatralidad, en momentos donde la tendencia cultural se dirige a la masificación, al gigantismo, perversión ante la cual declina cualquier posibilidad de comunicación.
Danzas privadas es un manifiesto de intimidad, de diálogo interior con la corporalidad, es ocio, es juego, es infancia, es imaginación, es goce.
La conexión con las tentativas oulipianas se hace evidente, el referente salta de inmediato, pues ya conocía las operaciones permutacionales de Jean Lescure y era asiduo lector de los experimentos lingüísticos de la poesía francesa.
De la inquietud se pasa rápido a la curiosidad y si esta persevera, trasciende a la investigación. Supe que había muerto muy joven, el año anterior (1989), en la tensión dolorosa y lenta de una enfermedad incurable. Supe que disponía de otras escrituras inéditas. También me enteré que había participado, cuerpo ausente, con su Compañía de Danza Teatro en el II Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, que sus videos habían sido seleccionados en el Festival de Cine de la misma ciudad y que había estado en la capital antioqueña entre los años 85 y 86, con dos obras, en el Mamm y en el Teatro de la Universidad de Medellín. Allí fue posible ver su puesta en escena La patasola, antes de su representación en París, invitado por la Unesco. Fernando Zapata, Gustavo Llano, Mónica Bustamante y María Sara Villa, conformaban su cuerpo de baile. Apoyada en la iluminación de Eduardo Sánchez, la obra se coloreaba en un primitivista decorado de la pintora Martha Elena Vélez, con un telón que luego en el austero apartamento de Dinamarca, le serviría al exiliado de recuerdo y ensoñación.
Unida a la creativa tenía la pulsión viajera que documentó con su manera natural –herencia materna– de ir por ahí apuntándolo todo, dibujándolo todo, fotografiándolo todo. Lo hacía desde muy niño, su haber está repleto de curiosidades tempranas y si su vida estudiantil toma el surco de la lógica racional y su posterior especialización en estadística, ello parece ser una fundamentación estilística para el arte. Un desvío de atajo. No es extraño que su tesis laureada, Arte y matemáticas, constituya un intrincado estudio entre dos disciplinas de apariencia antinómica.
La segunda transfusión de este libro, Ricardo Corazón de Gelatina, es el acta delirante de un hombre agotado que esquiva a la parca entre las pirámides y la esfinge, mientras busca en el Libro de los Muertos, la ruta de Ani vencedor. Otro ejercicio de estilo para quien está acostumbrado a enfrentar la adversidad con cambios escenográficos y es capaz de mantener una optimista resignación, porque todo lo que le acontece en carne viva, bueno o muy malo, él lo revierte en un oportuno pretexto para crear. El secreto podría ser este: demasiado enamorado de sí mismo.
En un hombre que había recorrido tanto mundo, en un creador que había trascendido las exigencias artísticas de otros países con tradición, queda difícil de creer su reiterativo deseo de vivir y establecerse en estos predios, una aldea tan apática y ajena a la danza contemporánea y a cualquier manifestación estética. 
En carta a María Sara Villa le narra que le va muy bien en Copenhague, donde ha logrado subsidios muy altos para su trabajo, no obstante “preferiría trabajar de gratis en Medellín”, y continúa: “Apenas encuentren la droga miracolosa [sic] que lo cura todo, iré a instalarme en el árbol de Las Brujas (Envigado) con una paila de arequipe recién hecho. Como el filósofo aquel que vivía en el tope de una columna. No habrá quién me baje hasta que no haya lamido la olla completamente”.
Su ordalía final no frenó su impulso creativo. Siguió viajando, escribiendo, inventando nuevas coreografías y en su período más crítico, cuando las piernas ya no le permitían caminar con dignidad y debía apoyarse en muletas, inventó la forma de continuar escribiendo con un lápiz atado a su mano. Así construyó un original diario de enfermedad Pafi, el virus y yo. No se quejó, no maldijo, se enfrentó a la muerte, en compañía de su mascota de peluche, con dignidad poética (recordemos el “fingid que lloráis, amigos míos, porque los poetas sólo fingimos que morimos”, de Cocteau), al tolerar y aprobar dolorosos experimentos médicos pues, como lo oyó decir muchas veces su hermana Luli, “hay que apoyar a la ciencia en su investigación”.
Sería injusto terminar esta obertura sin introducir un personaje indisoluble en la obra de Jorge:
En una noche no tan lejana como la de hace veinte años, ¿también por azar? me fue presentada una mujer de rasgos elegantes con quien de inmediato empecé a entablar un diálogo literario. A poco me hicieron saber que era Mariluz Uribe de Holguín. El amor de madre ha trascendido la nostalgia y la actitud de pusilánime evocación convirtiendo su condición en un secretariado permanente con el legado de Jorge. Mucho más que recopilación y conservación de su obra, la ha continuado. Sicóloga, bailarina de tango, escritora, esta inmortal generosa, de conversación profunda y memoria infalible es coprotagonista de esta publicación.
Por: Cristóbal Peláez González.
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