A menudo pienso en las palabras del primer profesor de corrección que me dio clases. Me gustó su punto de vista y la manera como declaraba al corrector como un ayudante; el que con sus cuidadosas lecturas puede garantizar que ningún otro lector cuestione el texto por aspectos que el corrector identificó previamente. También me gustó su primera aclaración: no somos correctores de estilo (como suelen llamarnos), somos correctores de textos. El estilo no se le debería cambiar a nadie. Se corrobora que haya una disposición coherente del texto, una correspondencia entre las ideas planteadas, un uso gramatical de la lengua; eso puede implicar cambios y replanteamientos, pero en general son normativos.
La gramática tiene más respuestas a nuestras dudas de lo que nosotros imaginamos (y Google también), de ahí que un corrector que se base solo en la intuición (como sucede a veces con los que estudiamos literatura o disciplinas afines) probablemente está equivocado. Diría que, como en cualquier otro oficio, hay que tomar clases, consultar manuales, compartir, preguntar, ser abiertos con el conocimiento, saber que siempre hay algo por aprender y también agradecer cuando alguien más puede ver nuestros errores. Estoy segura de que el criterio varía de corrector a corrector e incluso de corrección a corrección, pero solo la experiencia y el trabajo constante nos dispone la forma y el método para hacerlo.
También recuerdo un par de máximas que solía repetir mi profesora de primaria, la única que tuve. La primera, buscar todas las palabras de las que tuviera dudas en el diccionario, tanto para saber su significado específico como su escritura. En ese momento no hubiera podido adivinar que iba a ser actualmente una de mis herramientas indispensables para trabajar. La segunda, que si no entendíamos lo que leíamos, lo leyéramos siete veces. No sé por qué insistía tanto en ese número. Lo que sí he comprobado es que, al momento de corregir, solo a partir de la tercera lectura, el fondo del texto (la estructura, la coherencia, y también las ambigüedades, las repeticiones, las redundancias…) se empieza a revelar como mágicamente, y sí, siento que empiezo a entenderlo.
No se puede ser un corrector si no hay una profunda convicción por la materialidad de una obra fijada (impresa o digital). Por eso, considero que no es un oficio para “cualquiera”. No depende del grado de dificultad mnemotécnica (que es subsanable con un poco de dedicación), sino de lo extenuante que puede llegar a ser y el compromiso que requiere. No hay lugar a la pereza. El que corrige va despacio y es tan detallista como puede serlo (hace la carpintería: algo delicado, preciso y, sobre todo, dispendioso). Asume el papel de lector potencial cuando no ideal: resalta, cuestiona, corrobora datos y fechas, arma los rompecabezas necesarios, se sumerge en los universos narrativos, agota las posibilidades referenciales, desentraña las temporalidades, los personajes, sus relaciones. En últimas, es el que tiene la responsabilidad de que la obra quede depurada, unificada, sin ruidos (¡completa!).
Lo más difícil de corregir creo que es aprender a hacerlo con humildad: encontrar las palabras adecuadas para sugerir los cambios estrictamente necesarios y ser amable en el trato. “Saber leer” o “saber de gramática” puede ser una posición de poder en la que es fácil sentirnos sabelotodos y autoritarios y, peor aún, hacer sentir al otro ignorante o regañado. Más que señalar el error, creo que se trata de proponer soluciones siempre; más que aleccionar o juzgar, poner en consideración y compartir lo que se sabe para que el autor sea en últimas el que decida si está o no de acuerdo con lo propuesto.
Lo que más me gusta de corregir es que es un oficio que cultiva la inquietud. Me permite aprender de cosas muy diferentes y eso lo considero un privilegio. A veces me pierdo en la cosa que lleva a la otra y luego a la otra. En esos intermedios de la procrastinación, también saco tiempo para programar música que me permita concentrarme. Comparto una lista titulada “Música para corregir”. Ojalá la disfruten.
¡Y feliz Día del Corrector!
Alejandra Montes es filóloga hispanista de la Universidad de Antioquia, aunque todavía sueña con estudiar música electrónica. Hace parte de la agrupación [expr] taller de prácticas sonoras, con la cual ha tenido la oportunidad de compartir en diferentes escenarios con músicos improvisadores de diversas latitudes. En general, siente que le cuesta escribir, pero de verdad le apasiona corregir lo que escriben otros. Ha hecho parte de proyectos editoriales de Universo Centro, De la Urbe, Verso Libre editores, Hacemos Memoria y Tragaluz editores, entre otros.
0 Comentarios
Dejar una respuesta
Usted debe estar conectado para publicar un comentario.